jueves, 22 de marzo de 2012

Relato. LYDIA ORTEGA

OTRO DÍA ENTRE EL MONTÓN


Era un día cualquiera. Otro día entre el montón de ellos. Otro día más hasta ese momento. Aquel maldito instante en que ese plátano inoportuno se puso en mi camino haciéndome quedar en ridículo delante de todas las personas que paseaban en ese mismo momento por justo la misma maldita cera en que yo estaba. La calle donde vive mi abuela, justo en frente del colegio donde estudian mis primos y mi hermana. Bueno, mejor dicho, una avenida. La avenida de las Ciudades, en mi pueblo Getafe, en frente del colegio Mariana Pineda. Se notaba un ambiente muy tenso, silencio mientras caminaba, o es lo que yo notaba por mi estado de ánimo. Llevaba la cabeza baja, pero cada vez que subía la mirada veía a hombres que me miraban fijamente aguantándomela hasta que yo la apartaba por mi miedo, o típicos jóvenes escuchando música a tope. Aunsentes del mundo que les rodeaba, centrados en su propio mundo, en sus propios pensamientos. Yo seguía andando con la cabeza baja y pensando en mis cosas, también en mi mundo, ignorando algunas risas acompañadas con burlas que escuchaba a lo lejos. ¡Como si no tuviera bastante…! Exámenes, traiciones por todos sitios… En resumen, disgustos por todos lados. Pensaba en hacerme a la idea de la realidad, pues estaba segura de que precisamente no estaba pasando por el mejor de momento de mi vida, como bien me habían avisado las cartas que me había echado la madre de mi amiga. Yo no creía en esas cosas ni mucho menos, pero en ese momento estaba empezando a tener miedo. Las cartas me habían adelantado que no iba a ser el mejor momento ni en mis estudios, ni mucho menos en mi vida personal. Salía en la carta un chico en medio de un montón de palos con púas. 



No le veía en la cara el sufrimiento porque salía de espaldas, pero me la imaginaba. Significaba sufrimiento. Recordaba en ese momento que también me había hablado de traiciones. Una persona falsa e innombrable que me había hecho mucho daño a mí y a todos los de mi grupo. Nos había dejado marcados. Esa persona, si es que eso es lo que  era o tendría que decir ese demonio por lo mala que era, nos había hecho demasiado daño, diría yo. La mujer no se había equivocado por el momento en nada. Yo seguía andando, pensando en todo a la vez. Estaba perdida. Me encontraba sola. Sentía que el mundo se me venía encima, que todo lo malo siempre me pasaba a mí. Que era la única. En ese momento nada ni nadie me podía animar.
-¡Hola mamá…!
Llegué a mi casa, saludé a mi madre intentando disimular mi estado de ánimo. Creo que no me escuchó, pero mejor. Le parecería extraño que me encontrara en casa un sábado a las seis y veinte de la tarde y me empezaría a hacer un cuestionario de los suyos.
Pasé a mi habitación y me tumbé en la cama sin consuelo. Puse música, música deprimente, de la típica que al escucharla sólo te apetece explotar y derramar las lágrimas que tienes acumuladas y aguantadas en el interior. En ese mismo momento sonó el teléfono. La verdad, no tenía ganas de hablar con nadie porque no me gusta que me oigan llorar. Vi el nombre. Eran mis amigos, los de verdad.
-¿Lydia? ¿Dónde estás? ¿Por qué no has salido? Por favor, dinos que te pasa; estamos todos preocupados por ti…
-Chicos, ahora mismo no me apetece hacer nada. No tengo gansa, ya os contaré.



Les colgué, y en ese mismo instante sonó el timbre de casa .Me levante sin ganas de nada y me dirigí lentamente hacia el portero.
-¿Quién es?- Pregunté.
-No vamos a permitir que estés así, o sea que baja ahora mismo.
Reconocí por la voz, que era Gloria. En ese momento me apareció una sonrisa en la cara. Fui corriendo hasta mi habitación. Sabía que les importaba, que les tenía para todo, que me iban a apoyar, que era mi gente, mis amigos. Me pregunté de qué valía amargarme sabiendo que tengo a gente a la que le importo para ayudarme en todo lo que necesite. En ese momento seguí recordando las últimas palabras que me había dicho la madre de mi amiga cuando me leyó las cartas.
-Eres una niña todavía, eres fuerte. Vas a conseguir todo lo que te propongas con esfuerzo, porque esta es la carta del triunfo y está boca arriba. Cariño, la vida te va a sonreir, pero tienes que ser tú la que diga ‘’aquí estoy yo y me voy a comer el mundo’’, y así nadie podrá contigo. Recuérdalo siempre, Lydia…
Me vine arriba. Lo iba a hacer, lo iba a conseguir. La vida son dos días y no me servía de nada vivirlos llorando.
Mientras me cambiaba de ropa y me secaba las lágrimas entusiasmada, sabía que esos dos días daban para mucho y que el tiempo iba a poner a cada uno en su lugar; cada uno obtiene su merecido.
Ya bajando por las escaleras, pensé en un consejo que darme a mí misma.
“Lydia, no aceleres nunca, relájate, mira a tu alrededor y date cuenta de lo que tienes delante, por lo que vale la pena sonreir. Valora tus tesoros…”
Entonces abrí la puerta del portal. Ahí estaban ellos. Fui corriendo a abrazarles, sabia que no estaba sola. Había sido otro día del montón, de otros tantos, pero a la vez muy especial.

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